El chófer nuevo, narración escrita sin la letra A
Enrique Jerdiel Poncele
Me lo cedió mi tío Heliodoro y me lo recomendó de un modo muy expresivo, diciéndome:
-¡Es un chófer único en el globo, créeme! Si dispone de un buen coche, este hombre consigue prodigios enormes, que en un circo le hubiesen hecho rico como un “pudding”… Obedéceme y sírvete de él; tú tienes un coche estupendo y te mueres de tedio, ¿no es cierto? Pues te juro, querido sobrino, que cediéndote un chófer como Melecio te pongo en condiciones de ser testigo, e incluso intérprete, de diversiones inconcebibles, sin precedentes, desde luego, en el mundo de lo locomotivo. Porque como este chófer no existen dos…
Melecio Volodio, el chófer propuesto, que presenció el momento descrito, sonrió entonces con gesto misterioso. En el fondo, y según sospeché, nuestro hombre encontró insuficiente el discurso de mi tío Heliodoro. Por lo que yo me dije en mi interior: O este individuo es, en efecto, un genio conduciendo, o es soberbio como un rey del Tíbet y como un florero de Sèvres.
Pero confieso que en lo de soberbio me equivoqué. Melecio descubrió pronto su condición de espíritu sencillo.
No bien concluyó mi tío su elogio, el chófer sonrió de nuevo; después rozó levemente el borde izquierdo de su sombrero frégoli color crepúsculo griego, se inclinó con un gentil movimiento y murmuró:
-Tómeme el señor, que conozco mi oficio…
Y sin otros incidentes que mereciesen ser escritos, Melecio Volodio quedó elegido chófer de mi “seis cilindros” con cien duros de sueldo
* * *
Doce excursiones, que tuvieron un epílogo tristemente quirúrgico, me convencieron en un solo mes de como Melecio no existió en el universo del chófer ninguno.
Prescindo, diciendo esto, de su dominio peregrino del motor: Volodio no sólo conservó de continuo en los extremos de sus dedos los secretos dificultosos de mi “Mercedes”, sino que en el tiempo que vivió conmigo domesticó el motor de un modo mirífico, y el coche corrió, y frenó, y se detuvo, y retrocedió obedeciendo como un perrito lulú los gritos viriles de su chófer.
Cientos de conocidos míos vinieron, incluso desde Londres y desde Berlín, con el deseo de ver por sus propios ojos el curioso fenómeno. Y se volvieron envueltos en estupor y bizcos del derecho.
Pero este mérito de mi chófer, con ser enorme, resultó pequeño y ridículo en frente de otros méritos inconcebibles de Melecio Volodio.
Uno, sobre todos, me preocupó en extremo, y se convirtió de súbito en obsesión terrible de mis nervios, en un “leit motiv” de desequilibrio que no sé cómo no me perturbó de un modo definitivo el cerebro.
El mérito en cuestión, y que referiré lo mejor que me dejen mis insuficientes dotes de escritor, estribó, señores, en el frío desdén con que Melecio Volodio miró siempre el peligro.
¿Fue el desprecio de los bienes terrenos? ¿Fue un deseo de morir, fruto de desilusiones y de dolores ocultos? ¿Fue, simplemente heroísmo? ¿O fue el gusto por servirme y el prurito de divertir, con emociones fuertes, mi vivir tedioso?
Lo ignoro, no lo sé… Pero es lo cierto que siempre que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgo que pusieron enhiesto el vello de mi piel.
Veces y veces, con empedernimiento curioso, Melecio Volodio sembró el terror en todos los sitios por donde metió el coche; destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches de servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndolos del entretenido mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso en frente del motor, hendió, rompió, deshizo, destruyó, encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios; pero me divirtió de un modo indecible, porque Melecio Volodio no fue un chófer, no; fue un “simoun” rugiente.
¿Por qué motivo surgió este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué, si Volodio dominó el coche como lo dominó ningún chófer de los que tuve después?
Hice lo posible por conocer el fondo del misterio, y lo logré por fin.
-¡Melecio!-le dije, volviendo de un terrible circuito que produjo horrendos efectos destructores-. Es preciso que expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tu pecho, Melecio Volodio!…Di…¿por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Melecio inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche, poniéndolo en los veinticinco kilómetros, o puede que en los veinte.
Luego hizo un gesto triste.
-No soy cruel ni feroz, señor –susurró dulcemente- Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.
-¿De un modo instintivo? ¡Eres entonces un enfermo, Melecio!
Negó, moviendo el rostro.
-No, pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente, y el chófer de bomberos corre, corre… ¡Qué vértigo divino!
Concluyó diciendo:
-Mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los bomberos, y como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues ¡pulverizo todo lo que pesco!
Melecio prorrumpió en sollozos. Yo le procuré un consuelo por medio de dos “vermouths” de veinticinco céntimos.
Pero en el momento en que –despedido por mi- Melecio Volodio me entregó el uniforme de chófer tuve un disgusto de los de no te menees, como dicen en Chile.
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