1984 Review
Isaac Asimov
Hace ya varios años que vengo escribiendo un artículo en cuatro partes, al comienzo de cada año, para Field Newspaper Syndicate; y en 1980, pensando en la aproximación del año 1984, FNS me pidió que hiciera una crítica exhaustiva de la novela de George Orwell 1984.
Yo era renuente. No recordaba casi nada del libro, y eso dije… pero Denison Demac, la encantadora joven que es mi contacto en el FNS, me envió simplemente un ejemplar y me dijo: “Léalo”.
De modo que lo leí, y quedé absolutamente pasmado por lo que leí. Me pregunto cuántos de los que hablan con tanta soltura sobre la novela la habrán leído alguna vez, y si lo hicieron, qué será lo que recuerdan.
Sentí que tendría que escribir la crítica, aunque más no fuera para explicarle a la gente cómo son en verdad las cosas. (Lo siento, me encanta mostrarle a la gente cómo son en verdad las cosas.)
PRÓLOGO 46
(1984)
A. Cómo fue escrito 1984
En 1949 se publicó un libro titulado 1984. Había sido escrito por Eric Arthur Blair bajo el seudónimo de George Orwell.
El libro intentaba mostrar cómo sería la vida en un mundo dominado por el mal, donde los gobernantes se mantuvieran en el poder empleando la fuerza bruta, deformando la verdad, reescribiendo permanentemente la historia, hipnotizando al pueblo.
Este mundo fue situado sólo treinta y cinco años después de la época en que se escribió el libro, de modo que aun los lectores que ya estuvieran en la mitad de sus vidas en aquel momento todavía podían vivir para verlo.
Yo, por ejemplo, era ya un hombre casado cuando apareció el libro, y ya estamos sin embargo a menos de cuatro años de aquel año (porque “1984” quedó asociado al temor a causa del libro de Orwell), y es muy probable que yo viva para verlo.
En este capítulo, analizaré el libro, pero antes: ¿Quién era Blair / Orwell y por qué fue escrito el libro?
Blair nació en 1903 como caballero británico. Su padre trabajaba en la administración pública de la India, y él también llevó la vida de un funcionario imperial británico. Fue a Eton, desempeñó cargos en Burna, etcétera.
Pero le faltaba dinero para ser un caballero inglés a carta cabal. Y además, no quería pasarse el tiempo en trabajos de oficina, quería ser escritor. En tercer lugar, se sentía culpable por pertenecer a la clase alta.
Y entonces hizo a fines de la década del veinte lo que muchos jóvenes norteamericanos acomodados hicieron en la década del sesenta. Dicho brevemente, se convirtió en lo que nosotros habríamos llamado un “hippie”. Vivió en los barrios bajos de Londres y París, se vinculó y se identificó con sus habitantes y sus vagabundos, y se las ingenió para tranquilizar su conciencia y juntar, al mismo tiempo, material para sus primeros libros.
También viró hacia la izquierda y se hizo socialista, y luchó junto a los leales en la Guerra de España. Allí se enredó en las luchas sectarias entre las distintas facciones izquierdistas, y dado que creía en una forma inglesa del socialismo propia de un caballero, se encontró fatalmente del lado de los perdedores. En contra de él estaban los apasionados anarquistas, sindicalistas y comunistas españoles que lamentaban amargamente que las necesidades de la lucha contra los fascistas de Franco les impidieran combatirse unos a otros con toda libertad. Los comunistas, que eran los que mejor organizados estaban, ganaron y Orwell tuvo que abandonar España, porque estaba convencido de que si no lo hacía lo matarían.
De allí en más, y hasta el final de su vida, libró una guerra literaria privada contra los comunistas, decidido a ganar en palabras la batalla que había perdido en los hechos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en la cual fue excluido del servicio militar, estuvo vinculado al ala izquierda del Partido Laborista británico, pero no simpatizó mucho con sus posiciones, porque aun esa versión fútil del socialismo le parecía demasiado bien organizada.
Aparentemente, la variante nazi del totalitarismo no lo tenía muy preocupado, porque en él sólo había lugar para su guerra privada con el comunismo stalinista. Así, mientras Gran Bretaña luchaba por su vida contra el nazismo y la Unión Soviética participaba como un aliado en la lucha sufriendo más bajas y poniendo más coraje que el que le correspondía, Orwell escribió Animal Farm (“La granja de los animales”, conocido en español como “Rebelión en la granja”), que es una sátira de la revolución rusa y sus resultados, donde todo es descripto en términos de una revuelta de animales de corral contra sus amos humanos.
Terminó de escribir Animal Farm en 1944 y tuvo dificultades para encontrar un editor, dado que no era un momento particularmente indicado para irritar a los soviets. Pero tan pronto como la guerra terminó la Unión Soviética pasó a ser un blanco permitido y Animal Farm fue publicado. Fue recibido con ovaciones, y Orwell devino suficientemente próspero para retirarse y consagrarse a su obra maestra, 1984.
El libro describe a la sociedad como una vasta extensión a escala mundial de la Rusia stalinista de los años treinta, con todo el veneno de un sectario rival de izquierda. Las otras formas de totalitarismo desempeñan un papel menor. Hay una o dos alusiones a los nazis y a la Inquisición. Al comienzo mismo, se alude una o dos veces a los judíos como si éstos fueran a ser perseguidos, pero esto se diluye enseguida como si Orwell no quisiera que los lectores confundan a los villanos con los nazis.
Es una pintura del stalinismo y sólo del stalinismo.
Por el tiempo en que apareció el libro, en 1949, la Guerra Fría estaba en su apogeo. El libro se hizo muy popular a causa de esto. En Occidente, era casi una cuestión de patriotismo comprarlo y hablar acerca de él, y quizá hasta leer algunas de sus partes, aunque mi opinión es que fueron más los que lo compraron y hablaron acerca de él que los que lo leyeron, porque es un libro terriblemente aburrido, didáctico, repetitivo y casi estático.
Al comienzo se hizo más popular entre la gente que se inclinaba por el bando más conservador del espectro político, pues estaba claro que era antisoviético, y la pintura de la vida que proyectaba en el Londres de 1984 se parecía mucho a la imagen que los conservadores se hacían de la vida en el Moscú de 1949. Durante la era de McCarthy en los Estados Unidos, 1984 se volvió cada vez más popular entre los que se inclinaban por el bando liberal del espectro político, pues a éstos les parecía que los Estados Unidos de comienzos de la década del cincuenta estaban marchando hacia el control del pensamiento y que todas las perversidades que Orwell había imaginado se estaban acercando a nosotros.
Así, en un apéndice a la edición publicada en 1961 por New American Library, el psicoanalista y filósofo liberal Erich Fromm concluye como sigue:
“Los libros como los de Orwell son severas advertencias, y sería lamentable que el lector interpretara presuntuosamente a 1984 como otra descripción más de la barbarie stalinista, y no viera que también está dirigida a nosotros.”
Pero aun dejando de lado al stalinismo y al macartismo, cada vez más norteamericanos estaban dándose cuenta de cómo crecía el gobierno, cómo aumentaban los impuestos, cómo las reglas y regulaciones penetraban cada vez más en los negocios y hasta en la vida corriente, cómo las informaciones sobre cada faceta de la vida privada ingresaban no sólo en los archivos de las oficinas del gobierno sino también en aquellos de los sistemas privados de crédito.
1984 pasó a representar entonces no al stalinismo, y ni siquiera a la dictadura en general, sino simplemente al gobierno. Aun el paternalismo gubernamental parecía ser “estilo 1984” y la famosa frase “El Gran Hermano está vigilándote” pasó a significar todo aquello que era demasiado grande para que un individuo pudiera controlarlo. No sólo el gran gobierno y los grandes negocios eran presagios de 1984, también lo eran la gran ciencia, el gran movimiento obrero y todo lo grande, en general.
En realidad, tanto ha penetrado la fobia al 1984 en la conciencia de muchos que no leyeron el libro y no tienen idea de lo que dice, que uno se pregunta qué puede llegar a pasarnos después del 31 de diciembre de 1984. Cuando llegue el Día de Año Nuevo de 1985 y los Estados Unidos existan todavía y estén enfrentando problemas muy similares a los que enfrentan hoy, ¿cómo expresaremos nuestros miedos a cada aspecto de la vida que nos llena de aprensión? ¿Qué otra fecha podemos inventar para reemplazar a la de 1984?
El propio Orwell no vivió para ver el éxito que alcanzó su libro. No fue testigo de cómo él mismo convirtió al 1984 en un año que obsesionaría a toda una generación de norteamericanos. Orwell murió de tuberculosis en un hospital de Londres en enero de 1950, apenas unos meses después de que el libro fue publicado, a la edad de cuarenta y seis años. El conocimiento que tenía de que su muerte era inminente pudo haber influido en el tono encarnizado del libro.
El libro intentaba mostrar cómo sería la vida en un mundo dominado por el mal, donde los gobernantes se mantuvieran en el poder empleando la fuerza bruta, deformando la verdad, reescribiendo permanentemente la historia, hipnotizando al pueblo.
Este mundo fue situado sólo treinta y cinco años después de la época en que se escribió el libro, de modo que aun los lectores que ya estuvieran en la mitad de sus vidas en aquel momento todavía podían vivir para verlo.
Yo, por ejemplo, era ya un hombre casado cuando apareció el libro, y ya estamos sin embargo a menos de cuatro años de aquel año (porque “1984” quedó asociado al temor a causa del libro de Orwell), y es muy probable que yo viva para verlo.
En este capítulo, analizaré el libro, pero antes: ¿Quién era Blair / Orwell y por qué fue escrito el libro?
Blair nació en 1903 como caballero británico. Su padre trabajaba en la administración pública de la India, y él también llevó la vida de un funcionario imperial británico. Fue a Eton, desempeñó cargos en Burna, etcétera.
Pero le faltaba dinero para ser un caballero inglés a carta cabal. Y además, no quería pasarse el tiempo en trabajos de oficina, quería ser escritor. En tercer lugar, se sentía culpable por pertenecer a la clase alta.
Y entonces hizo a fines de la década del veinte lo que muchos jóvenes norteamericanos acomodados hicieron en la década del sesenta. Dicho brevemente, se convirtió en lo que nosotros habríamos llamado un “hippie”. Vivió en los barrios bajos de Londres y París, se vinculó y se identificó con sus habitantes y sus vagabundos, y se las ingenió para tranquilizar su conciencia y juntar, al mismo tiempo, material para sus primeros libros.
También viró hacia la izquierda y se hizo socialista, y luchó junto a los leales en la Guerra de España. Allí se enredó en las luchas sectarias entre las distintas facciones izquierdistas, y dado que creía en una forma inglesa del socialismo propia de un caballero, se encontró fatalmente del lado de los perdedores. En contra de él estaban los apasionados anarquistas, sindicalistas y comunistas españoles que lamentaban amargamente que las necesidades de la lucha contra los fascistas de Franco les impidieran combatirse unos a otros con toda libertad. Los comunistas, que eran los que mejor organizados estaban, ganaron y Orwell tuvo que abandonar España, porque estaba convencido de que si no lo hacía lo matarían.
De allí en más, y hasta el final de su vida, libró una guerra literaria privada contra los comunistas, decidido a ganar en palabras la batalla que había perdido en los hechos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en la cual fue excluido del servicio militar, estuvo vinculado al ala izquierda del Partido Laborista británico, pero no simpatizó mucho con sus posiciones, porque aun esa versión fútil del socialismo le parecía demasiado bien organizada.
Aparentemente, la variante nazi del totalitarismo no lo tenía muy preocupado, porque en él sólo había lugar para su guerra privada con el comunismo stalinista. Así, mientras Gran Bretaña luchaba por su vida contra el nazismo y la Unión Soviética participaba como un aliado en la lucha sufriendo más bajas y poniendo más coraje que el que le correspondía, Orwell escribió Animal Farm (“La granja de los animales”, conocido en español como “Rebelión en la granja”), que es una sátira de la revolución rusa y sus resultados, donde todo es descripto en términos de una revuelta de animales de corral contra sus amos humanos.
Terminó de escribir Animal Farm en 1944 y tuvo dificultades para encontrar un editor, dado que no era un momento particularmente indicado para irritar a los soviets. Pero tan pronto como la guerra terminó la Unión Soviética pasó a ser un blanco permitido y Animal Farm fue publicado. Fue recibido con ovaciones, y Orwell devino suficientemente próspero para retirarse y consagrarse a su obra maestra, 1984.
El libro describe a la sociedad como una vasta extensión a escala mundial de la Rusia stalinista de los años treinta, con todo el veneno de un sectario rival de izquierda. Las otras formas de totalitarismo desempeñan un papel menor. Hay una o dos alusiones a los nazis y a la Inquisición. Al comienzo mismo, se alude una o dos veces a los judíos como si éstos fueran a ser perseguidos, pero esto se diluye enseguida como si Orwell no quisiera que los lectores confundan a los villanos con los nazis.
Es una pintura del stalinismo y sólo del stalinismo.
Por el tiempo en que apareció el libro, en 1949, la Guerra Fría estaba en su apogeo. El libro se hizo muy popular a causa de esto. En Occidente, era casi una cuestión de patriotismo comprarlo y hablar acerca de él, y quizá hasta leer algunas de sus partes, aunque mi opinión es que fueron más los que lo compraron y hablaron acerca de él que los que lo leyeron, porque es un libro terriblemente aburrido, didáctico, repetitivo y casi estático.
Al comienzo se hizo más popular entre la gente que se inclinaba por el bando más conservador del espectro político, pues estaba claro que era antisoviético, y la pintura de la vida que proyectaba en el Londres de 1984 se parecía mucho a la imagen que los conservadores se hacían de la vida en el Moscú de 1949. Durante la era de McCarthy en los Estados Unidos, 1984 se volvió cada vez más popular entre los que se inclinaban por el bando liberal del espectro político, pues a éstos les parecía que los Estados Unidos de comienzos de la década del cincuenta estaban marchando hacia el control del pensamiento y que todas las perversidades que Orwell había imaginado se estaban acercando a nosotros.
Así, en un apéndice a la edición publicada en 1961 por New American Library, el psicoanalista y filósofo liberal Erich Fromm concluye como sigue:
“Los libros como los de Orwell son severas advertencias, y sería lamentable que el lector interpretara presuntuosamente a 1984 como otra descripción más de la barbarie stalinista, y no viera que también está dirigida a nosotros.”
Pero aun dejando de lado al stalinismo y al macartismo, cada vez más norteamericanos estaban dándose cuenta de cómo crecía el gobierno, cómo aumentaban los impuestos, cómo las reglas y regulaciones penetraban cada vez más en los negocios y hasta en la vida corriente, cómo las informaciones sobre cada faceta de la vida privada ingresaban no sólo en los archivos de las oficinas del gobierno sino también en aquellos de los sistemas privados de crédito.
1984 pasó a representar entonces no al stalinismo, y ni siquiera a la dictadura en general, sino simplemente al gobierno. Aun el paternalismo gubernamental parecía ser “estilo 1984” y la famosa frase “El Gran Hermano está vigilándote” pasó a significar todo aquello que era demasiado grande para que un individuo pudiera controlarlo. No sólo el gran gobierno y los grandes negocios eran presagios de 1984, también lo eran la gran ciencia, el gran movimiento obrero y todo lo grande, en general.
En realidad, tanto ha penetrado la fobia al 1984 en la conciencia de muchos que no leyeron el libro y no tienen idea de lo que dice, que uno se pregunta qué puede llegar a pasarnos después del 31 de diciembre de 1984. Cuando llegue el Día de Año Nuevo de 1985 y los Estados Unidos existan todavía y estén enfrentando problemas muy similares a los que enfrentan hoy, ¿cómo expresaremos nuestros miedos a cada aspecto de la vida que nos llena de aprensión? ¿Qué otra fecha podemos inventar para reemplazar a la de 1984?
El propio Orwell no vivió para ver el éxito que alcanzó su libro. No fue testigo de cómo él mismo convirtió al 1984 en un año que obsesionaría a toda una generación de norteamericanos. Orwell murió de tuberculosis en un hospital de Londres en enero de 1950, apenas unos meses después de que el libro fue publicado, a la edad de cuarenta y seis años. El conocimiento que tenía de que su muerte era inminente pudo haber influido en el tono encarnizado del libro.
B. 1984 como ciencia ficción
Mucha gente cree que 1984 es una novela de ciencia ficción, pero quizá el único aspecto de 1984 que puede llevarlo a uno a pensar tal cosa es el hecho de que supuestamente transcurre en el futuro.
¡No es así! Orwell no tenía ninguna percepción del futuro, y el desplazamiento de la historia es mucho más geográfico que temporal. El Londres donde transcurre la historia no está tan desplazado treinta y cinco años hacia adelante en el tiempo, como lo está miles de millas hacia el este hasta Moscú.
Orwell imagina que Gran Bretaña pasó por una revolución similar a la de Rusia y por todos los períodos de desarrollo por los que pasó la Unión Soviética. No se le ocurre casi ninguna variación sobre el tema. La Unión Soviética pasó por una serie de purgas en la década del treinta, y el Ingsoc (“Socialismo Inglés”) pasó también por una serie de purgas en la década del cincuenta.
La Unión Soviética convirtió a uno de sus revolucionarios, León Trotsky, en un villano, dejando a su rival, José Stalin, como héroe. El Ingsoc convierte por lo tanto a uno de sus revolucionarios, Emmanuel Goldstein, en un villano, dejando a su rival, que tiene bigotes igual que Stalin, como héroe. Ni se tiene siquiera la sagacidad de introducir cambios menores. Goldstein, como Trotsky, tiene “un delgado rostro judío, con una gran corona de pelo canoso y ondulado y una chivita”. Aparentemente, Orwell no quiere sembrar pistas falsas dándole a Stalin otro nombre, así que lo llama simplemente “Gran Hermano”.
Al comienzo mismo de la historia, se deja en claro que la televisión (que nació por la misma época en que fue escrito el libro) es utilizada como un medio de adoctrinamiento constante del pueblo, porque los aparatos no pueden apagarse. (Y, aparentemente, en un Londres derruido donde nada funciona estos aparatos nunca fallan.)
La gran contribución de Orwell a la tecnología del futuro es que los televisores funcionan en los dos sentidos, y los que están obligados a oír y ver la pantalla de televisión pueden a su vez ser vistos y oídos y están bajo vigilancia constante, aun cuando duermen o están en el baño. De ahí la frase “El Gran Hermano está vigilándote”.
Éste es un método terriblemente ineficaz para controlar a todo el mundo. Que una persona esté vigilada todo el tiempo supone que otra persona la esté vigilando todo el tiempo (al menos en la sociedad orwelliana), y muy de cerca, ya que en esa sociedad el arte de interpretar los gestos y las expresiones faciales está muy desarrollado.
Una persona no puede vigilar atentamente a más de una persona, y sólo puede hacerlo durante un período de tiempo relativamente corto hasta que su atención se distraiga. En resumen, creo que harían falta cinco personas para vigilar a una sola persona. Y además, los que vigilan deben también ser vigilados, porque nadie está por encima de toda sospecha en el mundo orwelliano. Por consiguiente, el sistema de opresión por medio de la televisión de doble sentido no puede funcionar.
El propio Orwell se da cuenta de esto, y por eso limita los alcances de la vigilancia a los miembros del Partido. Los “proles” (el proletariado), hacia los cuales Orwell siente un desprecio de aristócrata inglés que no puede ocultar, casi no son controlados, porque se los considera subhumanos. (En algún punto del libro, dice que todo prole que muestra tener alguna capacidad es matado: un trato calcado de aquel que los espartanos daban a sus ilotas hace dos mil quinientos años.)
Además hay un sistema de espías voluntarios en el que los niños delatan a sus padres, y los vecinos se delatan entre sí. Esto jamás podría funcionar bien, porque finalmente todo el mundo delataría a todo el mundo y el sistema tendría que ser abandonado.
Orwell fue incapaz de imaginar computadoras o robots, si no habría puesto a todo el mundo bajo vigilancia artificial. Nuestras propias computadoras hacen hasta cierto punto eso en las oficinas de recaudación de impuestos, en los archivos de créditos, etc.; pero esto no nos acerca a 1984, excepto para las imaginaciones febriles. Computadoras y despotismo no van necesariamente de la mano. Muchas dictaduras funcionaron lo más bien sin computadoras (piénsese en los nazis) y las naciones del mundo que tienen hoy más información almacenada en computadoras son también las menos despóticas de todas.
Orwell no tiene la capacidad de ver (o inventar) pequeños cambios. A su héroe le resulta difícil en su mundo de 1984 conseguir cordones para los zapatos u hojas de afeitar. A mí me pasaría lo mismo, en este mundo real de la década del ochenta, porque hay demasiada gente que usa zapatos sin cordones y afeitadoras eléctricas.
Además, Orwell tenía la fijación tecnofóbica de que cada avance tecnológico era un desliz cuesta abajo. Así, para escribir, su héroe: “puso una pluma en el portaplumas y la chupó para sacarle la grasa”. Esto lo hizo porque: “sintió que el bello y cremoso papel merecía ser escrito con una verdadera pluma en vez de ser raspado con un lápiz a tinta”.
Debemos suponer que el “lápiz a tinta” es el bolígrafo que estaba empezando a usarse en la época en que se escribía 1984. Esto significa que para Orwell una verdadera pluma “escribe” mientras que un bolígrafo “raspa”. Pero esto es precisamente lo opuesto de la verdad. Si usted tiene suficiente edad para acordarse de las plumas de acero, recordará que raspaban terriblemente, y usted sabe que los bolígrafos no lo hacen.
Esto no es ciencia ficción, sino una nostalgia deformada de un pasado que nunca existió. Me sorprende que Orwell se haya detenido en la pluma de acero y no haya hecho escribir a Winston con una hermosa pluma de ganso.
Tampoco tuvo Orwell una visión particularmente acertada de los aspectos estrictamente sociales del futuro que estaba prediciendo, con el resultado de que el mundo orwellaino de 1984 parece increíblemente anticuado comparado con el mundo real de la década del ochenta.
Orwell no imagina nuevos vicios, por ejemplo. Sus personajes son todos esclavos del gin y adictos al tabaco, y parte del horror del cuadro que pinta del 1984 es su descripción elocuente de la baja calidad del gin y el tabaco.
No prevé nuevas drogas ni la marihuana ni los alucinógenos sintéticos. Nadie pretende que un escritor de ciencia ficción sea exacto y preciso en sus predicciones, pero, sin duda, uno espera que invente algunas diferencias.
En su desesperación (o su ira), Orwell olvida las virtudes de los seres humanos. Todos sus personajes son, de un modo u otro, débiles o sádicos o ruines o estúpidos o repelentes. Quizá la mayoría de la gente es así, o quizá Orwell nos quiere mostrar cómo será todo el mundo bajo el despotismo, pero a mí me parece que aun bajo el peor de los despotismos siempre ha habido hasta ahora hombres y mujeres valientes que se opusieron a los déspotas hasta la muerte y cuyas historias son llamas luminosas en medio de la oscuridad general. Y aunque más no fuera porque en 1984 no hay el menor indicio de esto, su mundo no se parece al mundo real de los años ochenta.
Tampoco previó ninguna diferencia en el rol del hombre y la mujer ni un debilitamiento del estereotipo femenino de 1949. Sólo hay dos personajes femeninos de importancia. Uno es una mujer “prole” robusta y estúpida que se lo pasa lavando y cantando una canción popular con una letra como las que eran comunes en los años treinta y cuarenta (canción ante cuya “pésima calidad” tiembla quisquillosamente, en una alegre falta de anticipación de rock duro).
El otro es la heroína, Julia, que es promiscua sexualmente (pero por lo menos es arrastrada a actitudes de coraje por su interés por el sexo) y tonta. Cuando Winston, el héroe, le lee el capítulo dentro de un libro que explica la naturaleza del mundo orwelliano, reacciona quedándose dormida, pero dado que el tratado que Winston le lee es pasmosamente soporífero, esto puede ser una indicación de la sensatez de Julia en vez de lo contrario.
En suma, si 1984 tiene que ser considerada como una obra de ciencia ficción, entonces es de muy mala ciencia ficción.
¡No es así! Orwell no tenía ninguna percepción del futuro, y el desplazamiento de la historia es mucho más geográfico que temporal. El Londres donde transcurre la historia no está tan desplazado treinta y cinco años hacia adelante en el tiempo, como lo está miles de millas hacia el este hasta Moscú.
Orwell imagina que Gran Bretaña pasó por una revolución similar a la de Rusia y por todos los períodos de desarrollo por los que pasó la Unión Soviética. No se le ocurre casi ninguna variación sobre el tema. La Unión Soviética pasó por una serie de purgas en la década del treinta, y el Ingsoc (“Socialismo Inglés”) pasó también por una serie de purgas en la década del cincuenta.
La Unión Soviética convirtió a uno de sus revolucionarios, León Trotsky, en un villano, dejando a su rival, José Stalin, como héroe. El Ingsoc convierte por lo tanto a uno de sus revolucionarios, Emmanuel Goldstein, en un villano, dejando a su rival, que tiene bigotes igual que Stalin, como héroe. Ni se tiene siquiera la sagacidad de introducir cambios menores. Goldstein, como Trotsky, tiene “un delgado rostro judío, con una gran corona de pelo canoso y ondulado y una chivita”. Aparentemente, Orwell no quiere sembrar pistas falsas dándole a Stalin otro nombre, así que lo llama simplemente “Gran Hermano”.
Al comienzo mismo de la historia, se deja en claro que la televisión (que nació por la misma época en que fue escrito el libro) es utilizada como un medio de adoctrinamiento constante del pueblo, porque los aparatos no pueden apagarse. (Y, aparentemente, en un Londres derruido donde nada funciona estos aparatos nunca fallan.)
La gran contribución de Orwell a la tecnología del futuro es que los televisores funcionan en los dos sentidos, y los que están obligados a oír y ver la pantalla de televisión pueden a su vez ser vistos y oídos y están bajo vigilancia constante, aun cuando duermen o están en el baño. De ahí la frase “El Gran Hermano está vigilándote”.
Éste es un método terriblemente ineficaz para controlar a todo el mundo. Que una persona esté vigilada todo el tiempo supone que otra persona la esté vigilando todo el tiempo (al menos en la sociedad orwelliana), y muy de cerca, ya que en esa sociedad el arte de interpretar los gestos y las expresiones faciales está muy desarrollado.
Una persona no puede vigilar atentamente a más de una persona, y sólo puede hacerlo durante un período de tiempo relativamente corto hasta que su atención se distraiga. En resumen, creo que harían falta cinco personas para vigilar a una sola persona. Y además, los que vigilan deben también ser vigilados, porque nadie está por encima de toda sospecha en el mundo orwelliano. Por consiguiente, el sistema de opresión por medio de la televisión de doble sentido no puede funcionar.
El propio Orwell se da cuenta de esto, y por eso limita los alcances de la vigilancia a los miembros del Partido. Los “proles” (el proletariado), hacia los cuales Orwell siente un desprecio de aristócrata inglés que no puede ocultar, casi no son controlados, porque se los considera subhumanos. (En algún punto del libro, dice que todo prole que muestra tener alguna capacidad es matado: un trato calcado de aquel que los espartanos daban a sus ilotas hace dos mil quinientos años.)
Además hay un sistema de espías voluntarios en el que los niños delatan a sus padres, y los vecinos se delatan entre sí. Esto jamás podría funcionar bien, porque finalmente todo el mundo delataría a todo el mundo y el sistema tendría que ser abandonado.
Orwell fue incapaz de imaginar computadoras o robots, si no habría puesto a todo el mundo bajo vigilancia artificial. Nuestras propias computadoras hacen hasta cierto punto eso en las oficinas de recaudación de impuestos, en los archivos de créditos, etc.; pero esto no nos acerca a 1984, excepto para las imaginaciones febriles. Computadoras y despotismo no van necesariamente de la mano. Muchas dictaduras funcionaron lo más bien sin computadoras (piénsese en los nazis) y las naciones del mundo que tienen hoy más información almacenada en computadoras son también las menos despóticas de todas.
Orwell no tiene la capacidad de ver (o inventar) pequeños cambios. A su héroe le resulta difícil en su mundo de 1984 conseguir cordones para los zapatos u hojas de afeitar. A mí me pasaría lo mismo, en este mundo real de la década del ochenta, porque hay demasiada gente que usa zapatos sin cordones y afeitadoras eléctricas.
Además, Orwell tenía la fijación tecnofóbica de que cada avance tecnológico era un desliz cuesta abajo. Así, para escribir, su héroe: “puso una pluma en el portaplumas y la chupó para sacarle la grasa”. Esto lo hizo porque: “sintió que el bello y cremoso papel merecía ser escrito con una verdadera pluma en vez de ser raspado con un lápiz a tinta”.
Debemos suponer que el “lápiz a tinta” es el bolígrafo que estaba empezando a usarse en la época en que se escribía 1984. Esto significa que para Orwell una verdadera pluma “escribe” mientras que un bolígrafo “raspa”. Pero esto es precisamente lo opuesto de la verdad. Si usted tiene suficiente edad para acordarse de las plumas de acero, recordará que raspaban terriblemente, y usted sabe que los bolígrafos no lo hacen.
Esto no es ciencia ficción, sino una nostalgia deformada de un pasado que nunca existió. Me sorprende que Orwell se haya detenido en la pluma de acero y no haya hecho escribir a Winston con una hermosa pluma de ganso.
Tampoco tuvo Orwell una visión particularmente acertada de los aspectos estrictamente sociales del futuro que estaba prediciendo, con el resultado de que el mundo orwellaino de 1984 parece increíblemente anticuado comparado con el mundo real de la década del ochenta.
Orwell no imagina nuevos vicios, por ejemplo. Sus personajes son todos esclavos del gin y adictos al tabaco, y parte del horror del cuadro que pinta del 1984 es su descripción elocuente de la baja calidad del gin y el tabaco.
No prevé nuevas drogas ni la marihuana ni los alucinógenos sintéticos. Nadie pretende que un escritor de ciencia ficción sea exacto y preciso en sus predicciones, pero, sin duda, uno espera que invente algunas diferencias.
En su desesperación (o su ira), Orwell olvida las virtudes de los seres humanos. Todos sus personajes son, de un modo u otro, débiles o sádicos o ruines o estúpidos o repelentes. Quizá la mayoría de la gente es así, o quizá Orwell nos quiere mostrar cómo será todo el mundo bajo el despotismo, pero a mí me parece que aun bajo el peor de los despotismos siempre ha habido hasta ahora hombres y mujeres valientes que se opusieron a los déspotas hasta la muerte y cuyas historias son llamas luminosas en medio de la oscuridad general. Y aunque más no fuera porque en 1984 no hay el menor indicio de esto, su mundo no se parece al mundo real de los años ochenta.
Tampoco previó ninguna diferencia en el rol del hombre y la mujer ni un debilitamiento del estereotipo femenino de 1949. Sólo hay dos personajes femeninos de importancia. Uno es una mujer “prole” robusta y estúpida que se lo pasa lavando y cantando una canción popular con una letra como las que eran comunes en los años treinta y cuarenta (canción ante cuya “pésima calidad” tiembla quisquillosamente, en una alegre falta de anticipación de rock duro).
El otro es la heroína, Julia, que es promiscua sexualmente (pero por lo menos es arrastrada a actitudes de coraje por su interés por el sexo) y tonta. Cuando Winston, el héroe, le lee el capítulo dentro de un libro que explica la naturaleza del mundo orwelliano, reacciona quedándose dormida, pero dado que el tratado que Winston le lee es pasmosamente soporífero, esto puede ser una indicación de la sensatez de Julia en vez de lo contrario.
En suma, si 1984 tiene que ser considerada como una obra de ciencia ficción, entonces es de muy mala ciencia ficción.
C. El Gobierno de 1984
1984 es una descripción de un gobierno todopoderoso, y ha ayudado a que la idea de un “gran gobierno” resulte terrible.
Tenemos que recordar, sin embargo, que en el mundo de fines de la década del cuarenta, que fue cuando Orwell escribió el libro, había habido, y todavía había, grandes gobiernos con verdaderos tiranos: individuos cuyos meros deseos, por más injustos, crueles o perversos que fueran, eran ley. Y lo que es más, parecía que esos tiranos sólo podían ser destituidos por una fuerza exterior.
Benito Mussolini, después de veintiún años de reinado absoluto sobre Italia, fue derribado, pero esto sólo fue posible porque su país estaba sufriendo una derrota militar.
Adolf Hitler de Alemania, un tirano mucho más poderoso y brutal, gobernó con mano de hierro durante doce años, pero ni siquiera la derrota militar pudo por sí misma posibilitar su derrocamiento. A pesar de que el área sobre la cual gobernaba se achicaba cada vez más, y aun cuando los ejércitos imponentes de sus adversarios lo encerraban desde el este y el oeste, siguió siendo siempre un tirano absoluto sobre el área que le iba quedando; aun cuando ésta quedó reducida al bunker donde se suicidó. Hasta que se destituyó a sí mismo nadie se atrevió a destituirlo. (Es cierto que hubo complots contra él, pero siempre fracasaron, y muchas veces por caprichos del destino que aparentemente sólo podían explicarse suponiendo que alguien allá abajo lo quería.)
Pero Orwell no tenía tiempo para Mussolini ni para Hitler. Su enemigo era Stalin, y en el tiempo en que 1984 fue publicado, Stalin había gobernado la Unión Soviética durante veinticinco años en un abrazo de oso capaz de quebrarle a uno las costillas, había sobrevivido a una guerra en la que su país sufrió enormes pérdidas y sin embargo era entonces más poderoso que nunca. A Orwell le debe de haber parecido que ni el tiempo ni la fortuna podían desplazar a Stalin, y que éste viviría eternamente incrementando cada vez más su poder. Y así fue como describió al Gran Hermano.
Pero las cosas no ocurrieron así, por supuesto. Orwell no vivió lo suficiente para verlo pero Stalin murió sólo tres años después de que 1984 fue publicado, y no había pasado mucho tiempo después de esto cuando ya su régimen era denunciado como una tiranía por —¡a que no adivina!— los dirigentes soviéticos.
La Unión Soviética sigue siendo la Unión Soviética, pero ya no es stalinista, y los enemigos del estado ya no son liquidados (Orwell usa “vaporizados” en vez de esta palabra, siendo estos pequeños cambios los únicos que él puede imaginar) con el mismo desenfreno.
Por otra parte, Mao Tse-Tung murió en China, y aunque él mismo no fue denunciado abiertamente, sus colaboradores más estrechos fueron rápidamente condenados como “la Banda de los Cuatro”, y aunque China sigue siendo China, ya no es maoísta. Franco murió en su cama, hasta su último aliento siguió siendo el líder incuestionado que había sido durante casi cuarenta años; pero inmediatamente después de su muerte el fascismo retrocedió en España, como lo había hecho en Portugal después de la muerte de Salazar.
En suma, los Grandes Hermanos mueren, o al menos lo han hecho hasta ahora, y cuando mueren, el gobierno siempre se torna más blando.
Esto no significa que no puedan surgir nuevos tiranos, pero ellos también morirán. Por lo menos en la década del ochenta del mundo real, tenemos la certeza de que lo harán; el Gran Hermano inmortal no es todavía una amenaza real.
En realidad, los gobiernos de los años ochenta parecen peligrosamente débiles. El avance de la tecnología ha puesto armas poderosas —explosivos, ametralladoras, autos veloces— en las manos de terroristas urbanos que pueden raptar, asaltar, matar y tomar rehenes con impunidad mientras los gobiernos contemplan impotentemente.
Además de la inmortalidad del Gran Hermano, Orwell presenta otras dos maneras de mantener una dictadura eterna.
Primero: ofrezca algo o a alguien para odiar. En el mundo orwelliano, Emmanuel Goldstein era el objeto de un odio orquestado a través de dramatizaciones de masas robotizadas.
Esto no es nada nuevo, por supuesto. Todas las naciones del mundo han utilizado a varios de sus vecinos como objeto de odio. Esto es tan fácil de lograr y actúa tanto como una segunda naturaleza de la humanidad que uno se pregunta por qué tiene que haber campañas de odio organizadas en el mundo orwelliano.
No hace falta ningún astuto movimiento psicológico de masas para hacer que los árabes odien a los israelíes, y los griegos a los turcos, y los católicos irlandeses a los protestantes irlandeses, y viceversa respectivamente. Es cierto que los nazis organizaron delirantes mítines de masas que parecían entusiasmar a todos los participantes, pero esto no tuvo ningún efecto permanente. Una vez que la guerra entró en suelo alemán, los alemanes se rindieron tan mansamente como si nunca hubiesen gritado ¡Sieg Heil! en sus vidas.
Segundo: reescriba la historia. Casi todos los individuos, entre los pocos que podemos encontrar en 1984, se dedican a reescribir la historia, a cambiar las estadísticas, a recomponer los diarios… como si alguien se preocupara en prestar atención al pasado.
Esta preocupación orwelliana por los detalles nimios de la “prueba histórica” es típica del sectario político que siempre está citando lo que se ha dicho o hecho en el pasado para probar algo o alguien que está del otro lado y que se las pasa citando algo que ha sido dicho o hecho en el pasado para probar lo contrario.
Como todo político sabe, las pruebas jamás son necesarias. Basta hacer una aseveración —cualquier aseveración— con suficiente energía para que un público la crea. Nadie quiere confrontar la mentira con los hechos, y quien lo haga no creerá que los hechos sean verdaderos. ¿Usted cree que el pueblo alemán en 1939 fingía que creía que los polacos lo habían atacado y habían así iniciado la Segunda Guerra Mundial? ¡No es así! Puesto que a los alemanes les decían que eso había ocurrido así, ellos lo creían tan seriamente como usted y yo creemos que fueron ellos los que atacaron a los polacos.
Es cierto que los soviéticos publican cada tanto una nueva edición de su Enciclopedia en la cual algunos políticos que habían merecido largas notas biográficas en las ediciones anteriores son eliminados de golpe, y esto es sin duda el origen de la idea orwelliana, pero las posibilidades de que esto sea llevado tan lejos como en 1984 me parecen nulas; no porque esté más allá de la maldad humana, sino porque sería totalmente innecesario.
Orwell da mucha importancia al Newspeak* como órgano de represión: la transformación del inglés en un instrumento tan limitado y abreviado que desaparece el propio léxico del disenso. Tomó en parte la idea del innegable hábito de abreviar. Da los ejemplos de Communist International (“Internacional Comunista”), que devino Comintern, y Geheime Stautspolizei (“Policía Secreta del Estado”), que devino Gestapo, pero esto no es un moderno invento totalitario. Vulgus mobile devino mob (“chusma”, en inglés), taxi cabriolet devino cab (“taxi”, en inglés), “quasi stellar radio source” (“fuente cuasi estelar de ondas”) devino quasar, y “light amplification by stimulated emission of radiation” (“amplificación de la luz por emisión stimulated de radiación”) devino laser, etc. No existe el menor indicio de que tales condensaciones hayan jamás debilitado al lenguaje como medio de expresión.
En realidad, el fanatismo político ha tendido siempre a usar muchas palabras en vez de pocas, palabras largas en vez de cortas, y a extenderse en vez de abreviar. Todo líder con poca educación o inteligencia limitada busca esconderse detrás de una exuberante embriaguez de palabras.
Por eso, cuando Winston Churchill propuso que se estableciera el “Inglés Básico” como idioma internacional (algo que contribuyó indudablemente a la idea del Newspeak) la propuesta nació muerta.
Por lo tanto, no estamos acercándonos de ninguna manera al Newspeak en su forma condensada, aunque siempre hemos tenido el Newspeak en su forma extensa, y seguiremos teniéndolo.
También tenemos un grupo de gente joven que dice cosas como: “Así, hombre, ya sabes. Es como que lo hizo todo de golpe, ya sabes, hombre. Quiero decir, como que ya sabes…” y así sucesivamente durante cinco minutos, cuando, en realidad, la palabra que el joven busca es: “¿eh?”.
Pero esto no es Newspeak, y también está con nosotros desde siempre. Es algo que en Oldspeak (“Vieja Habla”) se llama “incapacidad de expresarse”, y no es a esto a lo que apuntaba Orwell.
Tenemos que recordar, sin embargo, que en el mundo de fines de la década del cuarenta, que fue cuando Orwell escribió el libro, había habido, y todavía había, grandes gobiernos con verdaderos tiranos: individuos cuyos meros deseos, por más injustos, crueles o perversos que fueran, eran ley. Y lo que es más, parecía que esos tiranos sólo podían ser destituidos por una fuerza exterior.
Benito Mussolini, después de veintiún años de reinado absoluto sobre Italia, fue derribado, pero esto sólo fue posible porque su país estaba sufriendo una derrota militar.
Adolf Hitler de Alemania, un tirano mucho más poderoso y brutal, gobernó con mano de hierro durante doce años, pero ni siquiera la derrota militar pudo por sí misma posibilitar su derrocamiento. A pesar de que el área sobre la cual gobernaba se achicaba cada vez más, y aun cuando los ejércitos imponentes de sus adversarios lo encerraban desde el este y el oeste, siguió siendo siempre un tirano absoluto sobre el área que le iba quedando; aun cuando ésta quedó reducida al bunker donde se suicidó. Hasta que se destituyó a sí mismo nadie se atrevió a destituirlo. (Es cierto que hubo complots contra él, pero siempre fracasaron, y muchas veces por caprichos del destino que aparentemente sólo podían explicarse suponiendo que alguien allá abajo lo quería.)
Pero Orwell no tenía tiempo para Mussolini ni para Hitler. Su enemigo era Stalin, y en el tiempo en que 1984 fue publicado, Stalin había gobernado la Unión Soviética durante veinticinco años en un abrazo de oso capaz de quebrarle a uno las costillas, había sobrevivido a una guerra en la que su país sufrió enormes pérdidas y sin embargo era entonces más poderoso que nunca. A Orwell le debe de haber parecido que ni el tiempo ni la fortuna podían desplazar a Stalin, y que éste viviría eternamente incrementando cada vez más su poder. Y así fue como describió al Gran Hermano.
Pero las cosas no ocurrieron así, por supuesto. Orwell no vivió lo suficiente para verlo pero Stalin murió sólo tres años después de que 1984 fue publicado, y no había pasado mucho tiempo después de esto cuando ya su régimen era denunciado como una tiranía por —¡a que no adivina!— los dirigentes soviéticos.
La Unión Soviética sigue siendo la Unión Soviética, pero ya no es stalinista, y los enemigos del estado ya no son liquidados (Orwell usa “vaporizados” en vez de esta palabra, siendo estos pequeños cambios los únicos que él puede imaginar) con el mismo desenfreno.
Por otra parte, Mao Tse-Tung murió en China, y aunque él mismo no fue denunciado abiertamente, sus colaboradores más estrechos fueron rápidamente condenados como “la Banda de los Cuatro”, y aunque China sigue siendo China, ya no es maoísta. Franco murió en su cama, hasta su último aliento siguió siendo el líder incuestionado que había sido durante casi cuarenta años; pero inmediatamente después de su muerte el fascismo retrocedió en España, como lo había hecho en Portugal después de la muerte de Salazar.
En suma, los Grandes Hermanos mueren, o al menos lo han hecho hasta ahora, y cuando mueren, el gobierno siempre se torna más blando.
Esto no significa que no puedan surgir nuevos tiranos, pero ellos también morirán. Por lo menos en la década del ochenta del mundo real, tenemos la certeza de que lo harán; el Gran Hermano inmortal no es todavía una amenaza real.
En realidad, los gobiernos de los años ochenta parecen peligrosamente débiles. El avance de la tecnología ha puesto armas poderosas —explosivos, ametralladoras, autos veloces— en las manos de terroristas urbanos que pueden raptar, asaltar, matar y tomar rehenes con impunidad mientras los gobiernos contemplan impotentemente.
Además de la inmortalidad del Gran Hermano, Orwell presenta otras dos maneras de mantener una dictadura eterna.
Primero: ofrezca algo o a alguien para odiar. En el mundo orwelliano, Emmanuel Goldstein era el objeto de un odio orquestado a través de dramatizaciones de masas robotizadas.
Esto no es nada nuevo, por supuesto. Todas las naciones del mundo han utilizado a varios de sus vecinos como objeto de odio. Esto es tan fácil de lograr y actúa tanto como una segunda naturaleza de la humanidad que uno se pregunta por qué tiene que haber campañas de odio organizadas en el mundo orwelliano.
No hace falta ningún astuto movimiento psicológico de masas para hacer que los árabes odien a los israelíes, y los griegos a los turcos, y los católicos irlandeses a los protestantes irlandeses, y viceversa respectivamente. Es cierto que los nazis organizaron delirantes mítines de masas que parecían entusiasmar a todos los participantes, pero esto no tuvo ningún efecto permanente. Una vez que la guerra entró en suelo alemán, los alemanes se rindieron tan mansamente como si nunca hubiesen gritado ¡Sieg Heil! en sus vidas.
Segundo: reescriba la historia. Casi todos los individuos, entre los pocos que podemos encontrar en 1984, se dedican a reescribir la historia, a cambiar las estadísticas, a recomponer los diarios… como si alguien se preocupara en prestar atención al pasado.
Esta preocupación orwelliana por los detalles nimios de la “prueba histórica” es típica del sectario político que siempre está citando lo que se ha dicho o hecho en el pasado para probar algo o alguien que está del otro lado y que se las pasa citando algo que ha sido dicho o hecho en el pasado para probar lo contrario.
Como todo político sabe, las pruebas jamás son necesarias. Basta hacer una aseveración —cualquier aseveración— con suficiente energía para que un público la crea. Nadie quiere confrontar la mentira con los hechos, y quien lo haga no creerá que los hechos sean verdaderos. ¿Usted cree que el pueblo alemán en 1939 fingía que creía que los polacos lo habían atacado y habían así iniciado la Segunda Guerra Mundial? ¡No es así! Puesto que a los alemanes les decían que eso había ocurrido así, ellos lo creían tan seriamente como usted y yo creemos que fueron ellos los que atacaron a los polacos.
Es cierto que los soviéticos publican cada tanto una nueva edición de su Enciclopedia en la cual algunos políticos que habían merecido largas notas biográficas en las ediciones anteriores son eliminados de golpe, y esto es sin duda el origen de la idea orwelliana, pero las posibilidades de que esto sea llevado tan lejos como en 1984 me parecen nulas; no porque esté más allá de la maldad humana, sino porque sería totalmente innecesario.
Orwell da mucha importancia al Newspeak* como órgano de represión: la transformación del inglés en un instrumento tan limitado y abreviado que desaparece el propio léxico del disenso. Tomó en parte la idea del innegable hábito de abreviar. Da los ejemplos de Communist International (“Internacional Comunista”), que devino Comintern, y Geheime Stautspolizei (“Policía Secreta del Estado”), que devino Gestapo, pero esto no es un moderno invento totalitario. Vulgus mobile devino mob (“chusma”, en inglés), taxi cabriolet devino cab (“taxi”, en inglés), “quasi stellar radio source” (“fuente cuasi estelar de ondas”) devino quasar, y “light amplification by stimulated emission of radiation” (“amplificación de la luz por emisión stimulated de radiación”) devino laser, etc. No existe el menor indicio de que tales condensaciones hayan jamás debilitado al lenguaje como medio de expresión.
En realidad, el fanatismo político ha tendido siempre a usar muchas palabras en vez de pocas, palabras largas en vez de cortas, y a extenderse en vez de abreviar. Todo líder con poca educación o inteligencia limitada busca esconderse detrás de una exuberante embriaguez de palabras.
Por eso, cuando Winston Churchill propuso que se estableciera el “Inglés Básico” como idioma internacional (algo que contribuyó indudablemente a la idea del Newspeak) la propuesta nació muerta.
Por lo tanto, no estamos acercándonos de ninguna manera al Newspeak en su forma condensada, aunque siempre hemos tenido el Newspeak en su forma extensa, y seguiremos teniéndolo.
También tenemos un grupo de gente joven que dice cosas como: “Así, hombre, ya sabes. Es como que lo hizo todo de golpe, ya sabes, hombre. Quiero decir, como que ya sabes…” y así sucesivamente durante cinco minutos, cuando, en realidad, la palabra que el joven busca es: “¿eh?”.
Pero esto no es Newspeak, y también está con nosotros desde siempre. Es algo que en Oldspeak (“Vieja Habla”) se llama “incapacidad de expresarse”, y no es a esto a lo que apuntaba Orwell.
D. La situación internacional de 1984
Si bien Orwell parecía en general ser incapaz de tomar distancia alguna respecto del mundo de 1949, al menos en un aspecto reveló ser muy presciente: previó la división tripartita del mundo de la década de 1980.
El mundo internacional de 1984 es un mundo de tres super potencias: Oceanía, Eurasia, Estasia. Y esto concuerda aproximadamente con las tres superpotencias reales del mundo de 1980: los Estados Unidos, la Unión Soviética y China.
Oceanía es una combinación de los Estados Unidos y el Imperio Británico. Parece que Orwell, que era un ex funcionario del Imperio Británico, no se daba cuenta de que, en la década del cuarenta, el Imperio estaba en las últimas y a punto de disolverse. De hecho, parece suponer que el Imperio Británico es la fuerza dominante de la combinación anglo-norteamericana.
Al menos, toda la acción se desenvuelve en Londres y rara vez se menciona a los Estados Unidos o a los norteamericanos. Pero también es cierto que esto es muy típico de la novela de espionaje británica, en la cual, a partir de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña (que actualmente es aproximadamente la octava potencia militar y económica del mundo) siempre es presentada como el gran adversario de la Unión Soviética o de China o de alguna conspiración internacional imaginaria, mientras que los Estados Unidos no son mencionados, o tienen que conformarse con una breve aparición de cortesía de un ocasional agente de la CIA.
Eurasia, desde luego, es la Unión Soviética, que, según supone Orwell, habrá absorbido a todo el continente europeo. Por lo tanto, Eurasia incluye toda Europa, más Siberia, y el 95% de su población es europea, cualquiera sea el criterio que se tome. Sin embargo, Orwell describe a los eurasianos como “hombres fornidos con rostros asiáticos inexpresivos”. Dado que Orwell todavía vive en una época en que “europeo” y “asiático” son equivalentes a “héroe” y “villano”, le es imposible vituperar a la Unión Soviética con la energía apropiada si ella no es presentada como “asiática”. Esto puede ponerse bajo la rúbrica de lo que el Newspeak orwelliano llama “doble-pensar”, algo en lo que Orwell, como todo ser humano, se destaca.
Es posible, desde luego, que Orwell no esté pensando en Eurasia ni en la Unión Soviética, sino en su gran bête noire, Stalin. Stalin era georgiano, y Georgia, que queda al sur del Cáucaso, es parte de Asia, según un criterio estrictamente geográfico.
Estasia, desde luego, es China junto con otras naciones dependientes.
Y esto es presciencia. Cuando Orwell escribía 1984, los comunistas chinos todavía no habían conseguido dominar el país, y muchos (especialmente en los Estados Unidos) estaban haciendo todo lo posible para que el anticomunista Chiang Kai-Shek conservara el poder. Una vez que los comunistas ganaron, en Occidente se dio por descontado que los chinos estarían bajo dominio soviético, y que China y la Unión Soviética formarían una potencia comunista monolítica.
Orwell no sólo previó la victoria comunista (en realidad él vio esa victoria en todas partes) sino que también previó que Rusia y China no formarían un bloque monolítico sino que serían enemigos mortales.
En esto pudo haberlo ayudado su propia experiencia como sectario de izquierda. Él no tenía prejuicios derechistas que lo llevaran a considerar a los izquierdistas como villanos unidos e indistinguibles. Sabía que éstos podían pelearse por las minucias doctrinarias más insignificantes con tanta furia como los cristianos más piadosos. También previó un estado de guerra permanente entre los tres, una situación de equilibrio permanente donde las alianzas cambiarían indefinidamente pero siempre unirían a los dos más débiles contra el más fuerte. Éste era el viejo sistema de “equilibrio del poder” usado en la antigua Grecia, en la Italia medieval y en los primeros tiempos de la Europa moderna.
El error de Orwell residía en pensar que hacía falta una guerra auténtica para mantener funcionando el carrusel del equilibrio del poder. Y en una de las partes más ridículas del libro se explaya interminablemente sobre la necesidad de la guerra permanente como medio de consumir la producción mundial de bienes para mantener la estratificación social en clases baja, media y alta. (Esto se parece mucho a la explicación izquierdista de la guerra como producto de una conspiración urdida con gran dificultad. En los hechos reales, el mundo ha estado mucho más libre de la guerra después de 1945 que antes. Ha habido una proliferación de guerras locales, pero ninguna guerra general. Pero además, no es cierto que la guerra sea necesaria como último recurso para consumir las riquezas mundiales. Esto puede lograrse a través de otros métodos como el de incrementar indefinidamente la población y el consumo de energía, ninguno de los cuales son considerados por Orwell.
El mundo internacional de 1984 es un mundo de tres super potencias: Oceanía, Eurasia, Estasia. Y esto concuerda aproximadamente con las tres superpotencias reales del mundo de 1980: los Estados Unidos, la Unión Soviética y China.
Oceanía es una combinación de los Estados Unidos y el Imperio Británico. Parece que Orwell, que era un ex funcionario del Imperio Británico, no se daba cuenta de que, en la década del cuarenta, el Imperio estaba en las últimas y a punto de disolverse. De hecho, parece suponer que el Imperio Británico es la fuerza dominante de la combinación anglo-norteamericana.
Al menos, toda la acción se desenvuelve en Londres y rara vez se menciona a los Estados Unidos o a los norteamericanos. Pero también es cierto que esto es muy típico de la novela de espionaje británica, en la cual, a partir de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña (que actualmente es aproximadamente la octava potencia militar y económica del mundo) siempre es presentada como el gran adversario de la Unión Soviética o de China o de alguna conspiración internacional imaginaria, mientras que los Estados Unidos no son mencionados, o tienen que conformarse con una breve aparición de cortesía de un ocasional agente de la CIA.
Eurasia, desde luego, es la Unión Soviética, que, según supone Orwell, habrá absorbido a todo el continente europeo. Por lo tanto, Eurasia incluye toda Europa, más Siberia, y el 95% de su población es europea, cualquiera sea el criterio que se tome. Sin embargo, Orwell describe a los eurasianos como “hombres fornidos con rostros asiáticos inexpresivos”. Dado que Orwell todavía vive en una época en que “europeo” y “asiático” son equivalentes a “héroe” y “villano”, le es imposible vituperar a la Unión Soviética con la energía apropiada si ella no es presentada como “asiática”. Esto puede ponerse bajo la rúbrica de lo que el Newspeak orwelliano llama “doble-pensar”, algo en lo que Orwell, como todo ser humano, se destaca.
Es posible, desde luego, que Orwell no esté pensando en Eurasia ni en la Unión Soviética, sino en su gran bête noire, Stalin. Stalin era georgiano, y Georgia, que queda al sur del Cáucaso, es parte de Asia, según un criterio estrictamente geográfico.
Estasia, desde luego, es China junto con otras naciones dependientes.
Y esto es presciencia. Cuando Orwell escribía 1984, los comunistas chinos todavía no habían conseguido dominar el país, y muchos (especialmente en los Estados Unidos) estaban haciendo todo lo posible para que el anticomunista Chiang Kai-Shek conservara el poder. Una vez que los comunistas ganaron, en Occidente se dio por descontado que los chinos estarían bajo dominio soviético, y que China y la Unión Soviética formarían una potencia comunista monolítica.
Orwell no sólo previó la victoria comunista (en realidad él vio esa victoria en todas partes) sino que también previó que Rusia y China no formarían un bloque monolítico sino que serían enemigos mortales.
En esto pudo haberlo ayudado su propia experiencia como sectario de izquierda. Él no tenía prejuicios derechistas que lo llevaran a considerar a los izquierdistas como villanos unidos e indistinguibles. Sabía que éstos podían pelearse por las minucias doctrinarias más insignificantes con tanta furia como los cristianos más piadosos. También previó un estado de guerra permanente entre los tres, una situación de equilibrio permanente donde las alianzas cambiarían indefinidamente pero siempre unirían a los dos más débiles contra el más fuerte. Éste era el viejo sistema de “equilibrio del poder” usado en la antigua Grecia, en la Italia medieval y en los primeros tiempos de la Europa moderna.
El error de Orwell residía en pensar que hacía falta una guerra auténtica para mantener funcionando el carrusel del equilibrio del poder. Y en una de las partes más ridículas del libro se explaya interminablemente sobre la necesidad de la guerra permanente como medio de consumir la producción mundial de bienes para mantener la estratificación social en clases baja, media y alta. (Esto se parece mucho a la explicación izquierdista de la guerra como producto de una conspiración urdida con gran dificultad. En los hechos reales, el mundo ha estado mucho más libre de la guerra después de 1945 que antes. Ha habido una proliferación de guerras locales, pero ninguna guerra general. Pero además, no es cierto que la guerra sea necesaria como último recurso para consumir las riquezas mundiales. Esto puede lograrse a través de otros métodos como el de incrementar indefinidamente la población y el consumo de energía, ninguno de los cuales son considerados por Orwell.
Orwell no previó ninguno de los cambios económicos significativos que tuvieron lugar después de la Segunda Guerra Mundial. No previó el rol del petróleo, o su disponibilidad decreciente, o el aumento constante de su precio, o el poder creciente de las naciones que lo controlan. No recuerdo que mencione la palabra “petróleo”.
Pero quizá podamos reconocer la presciencia orwelliana también aquí, si sustituimos “guerra” por “Guerra Fría”. Hubo, efectivamente, una guerra fría más o menos continua que sirvió para mantener elevado el índice de ocupación y resolver algunos problemas económicos a corto plazo (al precio de incrementar aquellos que son a largo plazo). Y esta guerra fría es suficiente para disminuir las riquezas.
Además, las alianzas cambiaron tal como lo previó Orwell, y con sorprendente rapidez. Cuando los Estados Unidos eran todopoderosos, la Unión Soviética y China expresaban a gritos su oposición a los norteamericanos y mantenían una especie de alianza. Cuando el poder de los Estados Unidos disminuyó, la Unión Soviética y China se separaron, y durante cierto tiempo, cada una de las potencias repartió sus insultos con ecuanimidad entre las otras dos. Luego, cuando la Unión Soviética comenzó a parecer particularmente poderosa, surgió una especie de alianza entre los Estados Unidos y China, pues ambos cooperaban en denostar a la Unión Soviética, y cada cual hablaba con suavidad del otro.
En 1984, cada cambio en las alianzas implicaba una orgía de reescritura de la historia. En la vida real, tal insensatez es innecesaria. El público cambia de bando muy fácilmente, sin preocuparse en lo más mínimo por el pasado. Por ejemplo, en la década del cincuenta, los japoneses se habían transformado de villanos infames en amigos, mientras que los chinos lo estaban haciendo en la dirección contraria sin que nadie se tomara la molestia de borrar Pearl Harbor. ¡Pero, caramba, si a nadie le importaba!
Las tres grandes potencias de Orwell se abstienen voluntariamente de usar bombas nucleares, y, efectivamente, esas bombas no han sido usadas en ninguna guerra desde 1945. Pero esto último pudo haberse debido a que los Estados Unidos y la Unión Soviética, las únicas dos potencias con grandes arsenales nucleares, evitaron entrar en guerra entre sí. Si hubiese guerra de verdad, es extremadamente improbable que ninguno de los dos bandos se sienta finalmente obligado a apretar el botón. En este punto, quizás Orwell se quede corto respecto de la realidad.
Sin embargo, Londres sufre de vez en cuando un ataque con misiles que se parecen a los V-1 y V-2 de 1944, y está en ruinas estilo 1945. Orwell no puede mostrar un 1984 muy diferente de 1944 en este punto.
De hecho, Orwell deja en claro que en 1984 el comunismo universal de las tres superpotencias ya ha ahogado a la ciencia y la ha reducido a la inutilidad excepto en las áreas exigidas para la guerra. No cabe duda de que los países prefieren invertir en la ciencia cuando hay claras aplicaciones bélicas en perspectiva, pero lamentablemente no hay manera de separar la guerra de la paz en lo que se refiere a las aplicaciones.
La ciencia es una unidad, y todo lo que hay en ella puede ser aplicado a la guerra y la destrucción. Y por eso la ciencia no ha sido destruida sino que sigue desarrollándose, no sólo en los Estados Unidos, en Europa Occidental y en Japón, sino también en la Unión Soviética y en China. Los avances de la ciencia son demasiado numerosos para ser enumerados, pero basta con pensar en los rayos láser y en las computadoras como “armas de guerra” con infinitas aplicaciones pacíficas.
Resumiendo, entonces: en 1984, a mi juicio, George Orwell se ocupó en librar una guerra privada con el stalinismo antes que en pronosticar el futuro. No tenía el don del escritor de ciencia ficción que prevé un futuro plausible; y, en los hechos reales, el mundo de 1980 no tiene, en la mayoría de los casos, la menor relación con el de 1984.
El mundo puede volverse comunista, si no en 1984, al menos mucho más tarde; o puede ser testigo de la destrucción de la civilización. Si esto ocurre, sin embargo, ocurrirá de un modo completamente diferente del que se muestra en 1984, y si tratamos de impedirlo imaginando que 1984 es correcto, estaremos defendiéndonos contra una dirección de ataque equivocada, y perderemos.
Pero quizá podamos reconocer la presciencia orwelliana también aquí, si sustituimos “guerra” por “Guerra Fría”. Hubo, efectivamente, una guerra fría más o menos continua que sirvió para mantener elevado el índice de ocupación y resolver algunos problemas económicos a corto plazo (al precio de incrementar aquellos que son a largo plazo). Y esta guerra fría es suficiente para disminuir las riquezas.
Además, las alianzas cambiaron tal como lo previó Orwell, y con sorprendente rapidez. Cuando los Estados Unidos eran todopoderosos, la Unión Soviética y China expresaban a gritos su oposición a los norteamericanos y mantenían una especie de alianza. Cuando el poder de los Estados Unidos disminuyó, la Unión Soviética y China se separaron, y durante cierto tiempo, cada una de las potencias repartió sus insultos con ecuanimidad entre las otras dos. Luego, cuando la Unión Soviética comenzó a parecer particularmente poderosa, surgió una especie de alianza entre los Estados Unidos y China, pues ambos cooperaban en denostar a la Unión Soviética, y cada cual hablaba con suavidad del otro.
En 1984, cada cambio en las alianzas implicaba una orgía de reescritura de la historia. En la vida real, tal insensatez es innecesaria. El público cambia de bando muy fácilmente, sin preocuparse en lo más mínimo por el pasado. Por ejemplo, en la década del cincuenta, los japoneses se habían transformado de villanos infames en amigos, mientras que los chinos lo estaban haciendo en la dirección contraria sin que nadie se tomara la molestia de borrar Pearl Harbor. ¡Pero, caramba, si a nadie le importaba!
Las tres grandes potencias de Orwell se abstienen voluntariamente de usar bombas nucleares, y, efectivamente, esas bombas no han sido usadas en ninguna guerra desde 1945. Pero esto último pudo haberse debido a que los Estados Unidos y la Unión Soviética, las únicas dos potencias con grandes arsenales nucleares, evitaron entrar en guerra entre sí. Si hubiese guerra de verdad, es extremadamente improbable que ninguno de los dos bandos se sienta finalmente obligado a apretar el botón. En este punto, quizás Orwell se quede corto respecto de la realidad.
Sin embargo, Londres sufre de vez en cuando un ataque con misiles que se parecen a los V-1 y V-2 de 1944, y está en ruinas estilo 1945. Orwell no puede mostrar un 1984 muy diferente de 1944 en este punto.
De hecho, Orwell deja en claro que en 1984 el comunismo universal de las tres superpotencias ya ha ahogado a la ciencia y la ha reducido a la inutilidad excepto en las áreas exigidas para la guerra. No cabe duda de que los países prefieren invertir en la ciencia cuando hay claras aplicaciones bélicas en perspectiva, pero lamentablemente no hay manera de separar la guerra de la paz en lo que se refiere a las aplicaciones.
La ciencia es una unidad, y todo lo que hay en ella puede ser aplicado a la guerra y la destrucción. Y por eso la ciencia no ha sido destruida sino que sigue desarrollándose, no sólo en los Estados Unidos, en Europa Occidental y en Japón, sino también en la Unión Soviética y en China. Los avances de la ciencia son demasiado numerosos para ser enumerados, pero basta con pensar en los rayos láser y en las computadoras como “armas de guerra” con infinitas aplicaciones pacíficas.
Resumiendo, entonces: en 1984, a mi juicio, George Orwell se ocupó en librar una guerra privada con el stalinismo antes que en pronosticar el futuro. No tenía el don del escritor de ciencia ficción que prevé un futuro plausible; y, en los hechos reales, el mundo de 1980 no tiene, en la mayoría de los casos, la menor relación con el de 1984.
El mundo puede volverse comunista, si no en 1984, al menos mucho más tarde; o puede ser testigo de la destrucción de la civilización. Si esto ocurre, sin embargo, ocurrirá de un modo completamente diferente del que se muestra en 1984, y si tratamos de impedirlo imaginando que 1984 es correcto, estaremos defendiéndonos contra una dirección de ataque equivocada, y perderemos.
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